Cuidar,
según lo define Colliere, “es un acto individual que nos prestamos a nosotros
mismos desde que somos autónomos, pero es también un acto de reciprocidad que
prestamos a toda persona que, temporal o definitivamente, tiene la necesidad de
ayuda para realizar sus necesidades vitales” (Juárez P, García M., 2009).
Uno
de los problemas que acarrea el envejecimiento de la población es el
relacionado con el cuidado del anciano, fundamentalmente cuando éste se torna
dependiente de otros para realizar sus actividades de la vida diaria producto
de enfermedades o por déficit funcionales asociados al envejecimiento.
Cuidar
se define como una relación y un proceso; no es la mera ejecución de tareas o
la realización de procedimientos prescritos por un médico. El objetivo de los
cuidados va más allá de la enfermedad. Es una clase de relación constituida por
una disposición genuina para con el otro, reciprocidad y el compromiso de
promover el bienestar del otro. El cuidado es un trabajo amor y con ello se
manifiesta su dualidad: el amor o interés emocional por la persona que recibe
los cuidados y el aspecto práctico de cuidar a otro.
Se
ha diferenciado el cuidado formal y el informal: el cuidado formal es ofrecido
por instituciones y/o organizaciones sociales, sean estatales o privadas;
mientras que el cuidado informal ha sido ejercido tradicionalmente por la
familia. (Islas-Salas N; Ramos del Río B, Aguilar-Estrada M; García-Guillén M. (2006).
Una
de las fuentes más importantes de apoyo y cuidado en la vejez es la familia, en
la medida que es la sede de transferencias intergeneracionales de recursos
materiales y de cuidados afectivos, de suma importancia en la vida cotidiana de
las personas mayores.
Hoy
en día la familia es el mayor recurso de atención a la salud, por lo que las
políticas actuales de atención en la comunidad reconocen y cuentan cada vez más
con la institución familiar como apoyo al cuidado de los ancianos
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